La Rosa de la Bondad




Cuando veas un hombre bueno, piensa en imitarlo; cuando veas uno malo, examina tu propio corazón. No todos los hombres pueden ser ilustres, pero pueden ser buenos.
Confuncio


Cada vez su estado de ánimo desfallecía un poco más, la ingratitud mostrada por su esfuerzo la hacía desanimarse hasta tal punto que tenía la intención de dejarlo todo. Se sentía mal consigo misma y con todo lo que le rodeaba, pensaba que la vida no le había otorgado nada que valiera la pena, sólo preocupaciones, problemas, angustias, mala suerte... Estaba convencida de hacer lo correcto, de comportarse como debía, tenía claro el esfuerzo diario por su familia, por el trabajo, los compañeros, los amigos de toda la vida,... inclusive por aquellos que no conocía. En cambio, tenía la sensación de que nadie reparaba en su miseria. Se sentía tan miserable... Había llegado a tal extremo que hacía tiempo que ni se miraba al espejo. No le gustaba su aspecto, se consideraba poca cosa, ridícula, desgarbada, insulsa. La negatividad se había instalado en su interior y se hacía la reina dentro de aquel paraíso de desolación, hurgaba en la herida abierta con excesiva profundidad, causando un mal que podría ser irreparable. Nunca había dispuesto de una solvencia notable, más bien al contrario. Sus padres, trabajadores de toda la vida, habían conseguido algunos ahorros, gracias principalmente a su ayuda, ahora ella llevaba el peso de la casa, su madre incapacitada para trabajar, no podía ni preparar una comida, su padre, enfermo desde hacía meses, estaba postrado en cama, paciente hasta que la muerte se lo llevara. Trabajaba de sol a sol, en la misma fábrica, donde llevaba tantos años bregando. Tenía la sensación de que todo el mundo se aprovechaba de sus conocimientos para su propio beneficio, quedando continuamente relegada a faenas rutinarias. Nunca antes había pensado en quejarse, pensaba que era correcto así, pero ahora después de tantos años y de no conseguir ningún tipo de reconocimiento, quizás había llegado el momento de decir basta. Con los amigos pasaba lo mismo. Acostumbrados a su buena fe, la utilizaban para que le hicieran favores, incluso había quien se atrevía a pedirle dinero y cuando se reunían o realizaban salidas interesantes, la mayoría de las veces se olvidaban de invitarla y encima alguno tenía la cara dura de dejarle los niños, aunque a ella eso no le representaba ningún esfuerzo, accedía contenta y agradecida, pues aprovechaba estos momentos en que cuidaba los hijos de los demás, para gozar de la experiencia maternal. Ella nunca tendría hijos propios. En cuanto a los hombres... Enamorarse ya no formaba parte de sus objetivos desde hacía mucho tiempo, había renunciado, se había convencido a si misma de que no había hombre en la capa de la tierra que se pudiera fijar en ella, ninguno que la pudiera amar. Nadie querría a una mujer como ella, sin ánimos y sin progreso, con el único objetivo de sobrevivir a los problemas.
Salió muy temprano por la mañana, decidida a cambiar, a dar un giro a su vida, a observar en los demás aquello que a ella le faltaba, a intentar aprender de las actitudes y comportamientos ajenos. Sería la única manera de sacar alguna conclusión valiosa que le diera la clave para recuperar su autoestima. Caminó durante horas y horas, metiéndose por entre medio de la civilización de aquella ciudad estresante que causaba vértigo. De tanto en tanto se sentaba en el banco de un parque a descansar, observando con detenimiento la heterogeneidad de seres que se movían a su alrededor. Reparaba en los hombres y en las mujeres, en los viejos y en los jóvenes, en los ricos y en los pobres, en los altos y en los bajos, en los guapos y en los feos, en los gordos y en los delgados, en los negros y en los blancos, en todos. Aquellos extraños que aquel día se cruzaban en su camino, le servían de maestros para su aprendizaje, sin que ellos lo sospecharan. Estaba totalmente sumida en cavilaciones cuando un hombre de cabellos blancos y ojos azules, se sentó a su lado. Para su sorpresa la llamó por su nombre. Lo observó con atención, para constatar que se dirigía a ella. Decidió no interrumpirlo mientras le daba unas indicaciones muy concretas, sobre lo que había ido a aprender. Después de mucho rato de escuchar sus sabias palabras y sus interesantes observaciones, se despidieron. Estaba encantada por haberse encontrado en un momento tan oportuno un hombre tan sabio.
Era ya noche oscura cuando decidió volver a casa, se encontraba bastante alejada, de todos modos, aquel largo trayecto sería idóneo para recapacitar sobre lo que había aprendido durante el día. Revisaría punto por punto lo que el hombre del banco le había mostrado y seguidamente analizaría sus reacciones en las diferentes situaciones producidas, tal y como le había recomendado. Había sido aquella una jornada realmente enriquecedora. Cuando entró por la puerta de su casa, ya de madrugada se sintió plena. Tenía muy claro con que actitud hacia la vida debía amanecer. Se aseguró de que sus padres durmieran tranquilamente y entró en su habitación. Lo dispuso todo. Empezó desnudándose. Lo hizo con mucho cuidado, fijándose muy bien en cada pieza de ropa que se quitaba, analizando el gesto con profundidad. Cada prenda de la que se desprendía, tenía su valor y al mismo tiempo, sabía que podía prescindir de ella sin problema. Se quedó totalmente desnuda delante del espejo. Nunca antes había hecho ese gesto, en cambio se sentía totalmente preparada para hacerlo. Portaba largos cabellos recogidos en una cola alta, le pareció digno deshacerse de aquella pequeña atadura. Se quitó el coletero que la sujetaba y dejó que sus preciosos cabellos se deslizasen por encima de sus hombros, suaves y aterciopelados, tenía un cabello muy bien cuidado, pero le había crecido en demasía. Había llegado el momento de cortárselo. Cogió las tijeras y sin pensárselo dos veces se lo empezó a escalar. Una de las cosas que había aprendido era que a veces se tenían que sacrificar cosas para obtener otras. La transformación que quería llevar a término, comportaba algunos sacrificios. Se miró con detenimiento, le había quedado un aspecto más juvenil, le gustó mucho, era preciso que se sintiera cómoda. Cuando creyó que podía continuar, cogió las cremas de limpieza y con un algodón empezó a deshacerse de todo el maquillaje que llevaba, se sacó la pintura de los ojos, de aquellos ojos negros y profundos, de los labios y del resto de la cara, hasta que su piel quedó totalmente limpia. Fijó su atención en sus ojos, hacía mucho que no se los miraba con detenimiento, casi no los reconocía como suyos. Se sorprendió, en realidad eran bonitos, lo mismo que su boca y la nariz, sonrió, realmente tenía una cara bonita, que daba gusto mirar. Observó con atención el resto de su cuerpo. Se detuvo un buen rato en sus manos, grandes, fuertes, de dedos largos y uñas perfectas. Pensó en todo aquello que aquellas delicadas manos eran capaces de hacer, como limpiaban los alimentos y preparaban la comida de sus padres, como lavaban la ropa, planchaban, la doblaban y guardaban en los armarios, como era posible que además limpiaran la cocina, el lavabo, los muebles, el suelo, etc.. Como también podían limpiar el cuerpo inerte de su padre enfermo, vestirlo, darle de comer, ayudar a su madre en su aseo y en todas sus necesidades, y como todavía, después de todo esto, sus manos se movían con agilidad, rápidas seleccionando y empaquetando durante horas, frutas y verduras en la cadena de la fábrica, mientras pasaba toda la jornada en pie. Como, aún y teniéndolas llenas de callosidades y de no poderlas suavizar con cremas, también podían consolar el llanto de los niños que de tanto en tanto cuidaba y como después de todo eso, además tenían suficiente entereza para escribir aquellas poesías llenas de palabras de amor y ternura de las que nadie tenía conocimiento. Se emocionó al ver todo lo que eran capaces de hacer aquellas manos, sus manos. Se acercó un poco más al espejo, quería percibirlo todo, no dejarse nada. Bajó la vista hasta sus pechos, no eran ni grandes ni pequeños, bien torneados, por primera vez se dio cuenta de que hasta quizás le podrían gustar a algún hombre. Iba a bajar la vista para llegar hasta el ombligo, cuando le pareció ver como en un flash, el latido de su propio corazón, como si sus ojos hubieran atravesado la piel y los huesos hasta llegar al órgano palpitante que la mantenía con vida. Parpadeó varias veces para volver a mirar a la altura del pecho, centró la mirada en esa zona con tanta intensidad que nuevamente penetró en su interior.

No sabia cuanto tiempo había pasado mirándose con aquella profundidad. Al reaccionar para volver a la realidad, se sorprendió llorando. Lloraba de alegría, lloraba, emocionada al ver todo lo que su corazón era capaz de querer indiscriminadamente, por todos los sentimientos que cabían en aquel diminuto órgano. No hubiera pensado nunca que todo aquello cupiera en su corazón, que latía alegre, con buen ritmo, un corazón noble y sincero, que difícilmente flaquearía delante de la adversidad, un corazón tan inmensamente fuerte como sensible y delicado. Se metió en la cama desnuda, libre de cualquier atadura que le hiciera presión sobre su delicada piel, después de haber escrito un bonito poema que la transportó a sus fantasías amorosas.
A la mañana siguiente, tan pronto como dejó arreglados a sus padres, volvió a introducirse en la ciudad hasta llegar al mismo banco donde aquel hombre sabio le había dado las indicaciones que tanto la habían ayudado. Volvió a repetir la experiencia, fijándose otra vez en todo el mundo que la rodeaba. Estaba fuertemente atraída por aquel ir y venir de personas de todas las razas y condiciones, personas mejores y peores, de todos los tipos y colores. De repente notó como alguien le rozó la mano con ternura, la miró a los ojos y le dijo cosas que jamás nadie le había dicho antes, ni tan siquiera le habían nunca insinuado. Le habló de su extremada belleza, de su dulzura, de la delicadeza de sus manos, de la sabiduría de sus ojos, de la calidad de sus sentimientos. Le mostró cuantas de aquellas personas que transitaban arriba y abajo, podían parecerse a ella, cuantas de aquellas personas ariscas, agrias, intolerantes, arrogantes,... podían hacer con sus manos lo que ella hacía, o podían sentir con sus corazones lo que ella podía sentir, podían dar sin recibir nada a cambio o podían vivir sin saber lo que era la envidia, la ambición o la avaricia.

Rosa se despidió por segunda vez del hombre de los cabellos blancos, agradeciéndole todo lo que había hecho, que tanto le había ayudado. Regresaba a casa, sintiéndose válida y más orgullosa de sí misma que nunca. El sol le daba en plena cara, estaba deslumbrada por la felicidad que repentinamente sentía. Caminaba rápida entre un montón de gente. Metida de lleno en sus pensamientos. No se percató en la persona que venía de frente. Tropezó haciendo que aquello que el otro llevaba en sus manos cayera al suelo. Se detuvo para recogerlo. Al entregarle al desconocido la Rosa que le acababa de caer, se produjo un roce de dedos. En ese justo instante una oleada de placer les recorrió todo el cuerpo, una vibración de intensidad extrema. Levantaron la vista para mirarse a los ojos sin reparo ni verguenza. El joven quedó boquiabierto ante tanta belleza. Ella, tímida como siempre, percibió el cúmulo de sensaciones provocadas durante el encuentro, dándose cuenta que las emociones de él eren sus mismas emociones.
El hombre sabio de los cabellos blancos y ojos azules, los observaba a una prudente distancia. Habían pasado ya unos cuantos minutos desde que permanecieran entrelazados de manos y mirada, sin poder retirar la vista el uno del otro.