La Rosa de la Felicidad




Algún día en cualquier parte, en cualquier lugar indefectiblemente te encontrarás a ti mismo, y ésa, sólo ésa, puede ser la más feliz o la más amarga de tus horas.
Pablo Neruda
Cada vez que miraba hacía atrás era como sí una leve tristeza se le viniera encima. Volvía a obsesionarse en aquello que había sucedido entonces, lejos, hacía tiempo. Siempre lo mismo, un día y otro, lo mismo. Era como si todo el planeta se pusiera de acuerdo para hacerle la puñeta. Tenía la sensación de que todo el mundo a su alrededor supiera como resolver sus problemas, menos ella. Tan pronto como lo intentaba, se venía abajo. Le parecía un fraude, era como si la suerte no se hubiera hecho para ella. Estaba harta, había llegado el momento de ponerse a caminar con sentido. Percibió como si de repente una puerta se hubiera abierto ante ella. Miguel no se había equivocado al asegurarle que las cosas funcionaban de esa manera, que cuando menos te lo esperas, llega el destino y te sorprende.

Intentaba cada día que pasaba sentirse más segura, y poco a poco lo estaba consiguiendo. Lo palpaba en el aire que respiraba, lo palpaba en todos los poros de su piel. Una piel, puede que castigada por los años, puede, que poco cuidada, pero en definitiva su piel. Fue un cambio significativo, como si desde aquel momento en el que descubrió la puerta abierta de par en par, las cosas hubieran cambiado en un instante, repentinamente. Aunque algunos días se levantaba claro y algunos pocos, todavía turbio y grisáceo. Un brusco vaivén que no le permitía encontrar la armonía, que no acababa de satisfacerla en absoluto. Eran esos turbios días los que continuaban provocándole un nerviosismo que hacía que la alegría se tornara tristeza, que la paz se volviera lucha, que el placer se asemejara al terror. Uno de esos días observó sus manos, éstas tenían un color pálido que evidenciaban que ya no eran lo que había sido en otra época. Su cuerpo, alto y delgado, enclenque, denotaba que ya no era lo que había sido hacía tan sólo unos años, pocos años atrás. Incluso su cara, con rincones de nostalgia que se percibían sobre todo alrededor de sus ojos, estaba marcada por la pena, una pena del alma, un alma sabia, un alma adusta debido al sufrimiento, también un alma fuerte, sensible, intuitiva, pero por encima de todo nostálgica.
Desde hacía tan sólo unos días parecía que todo podía cambiar, como si por fin un ángel se hubiera acercado para ofrecerle su ayuda. Se puso su mejor ropa, le apetecía sentirse guapa, que algún hombre bien plantado se volviera para mirársela, hacía mucho que no exteriorizaba esa coquetería que le hacía crecer como mujer. Era bien cierto que ya tenía una edad, pero también era bien cierto que se conservaba suficientemente atractiva como para atraer la mirada de un hombre.
- ¿Y porqué no? - pensó, dándose a si misma una pizca de esperanza.

No pretendía encontrar un hombre para toda la vida, no lo había pretendido nunca, no era esa su meta. Aunque de tanto en tanto le viniera de gusto sentirse adulada por el sexo contrario, notar que después de todo el sufrimiento todavía le quedaba un poco de encanto y saber que si se lo proponía seriamente podía gozar de una noche de placer. A la mañana siguiente volvería a casa cabizbaja, pensando en que todo había acabado, pero su alma estaría contenta al verla a ella contenta, no como ahora, que no se sacaba de encima la expresión agria que velaba su belleza exterior.
Estaba decidida a detener ese estado. Se había levantado con otro pensamiento en la cabeza, algo que por fin le mostró un camino por el que comenzar su nueva etapa, una etapa que pensaba podía cambiar significativamente su vida, porque no. Salió disparada de casa, glamurosa y sensual. Los tacones le daban todavía más seguridad, no era muy alta, en cambio lo parecía cuando se ponía aquellas botas de talón de aguja, la estrecha falda negra y la blusa blanca, a medio abrochar, lo justo para insinuar su pecho, no demasiado prominente, pero todavía firme.
Le daba la sensación de que regresaba a su época de juventud, cuando la tormentosa etapa de su vida aún estaba por llegar. Que poco sospechaba entones lo que sucedería más adelante, que poco se lo imaginaba, ni que se lo hubieran jurado y perjurado se lo habría creído, era demasiado increíble como para que ocurriera. Ahora que ya había pasado todo, aún, todavía había días que se preguntaba el porque de todo aquel sufrimiento y nunca, nunca obtuvo respuesta alguna. Había llegado a un punto en el que decidió no continuar haciéndose más preguntas y comenzar a buscar respuestas por sí misma, dejándose guiar por su instinto que era lo que no le fallaba casi nunca.

Caminaba calle arriba, por la acera derecha, al tiempo que los comerciantes empezaban a levantar las puertas y a sacar el género. Saludó a la chica del quiosco, iba a pasar de largo, pero se lo pensó mejor y se detuvo a comprar la prensa del día. No se entretuvo a mirar ni tan sólo la portada. Se la leería más tarde, tomándose un café. Pocos pasos más adelante un hombre bien plantado, un poco más joven que ella, se la miró con deseo, al tiempo que de su boca emergía un simpático piropo. Sonrió, el día comenzaba a ir como esperaba, se presentaba interesante. Mientras paseaba calle arriba, volvió a venirle a la memoria aquella época llena de contradicciones, plagada de problemas y de sufrimiento. El estómago se le revolvía, le provocaba vomitera. ¿Cómo lo había podido soportar?, esa era la cuestión. Si aquello no había sido digno de ser soportado por nadie. Cuando no era su padre, era su hermano y cuando no su marido, y vuelta a empezar un día y otro, a todas horas, como si fuera un juguete para ellos. La utilizaban, se llenaban de ella y después la despreciaban. Que gran día aquel que supo que su padre y su hermano habían tenido un accidente de automóvil y que habían fallecido en el acto. Fue como seguir un ritual, le salió de su interior más profundo. Llegó a casa, Juan no estaba. Mejor, - pensó -. Cogió una botella de coñac, no le gustaba nada el alcohol, pero eso que más daba. Se llenó una copa, puso música, las cuatro estaciones de Vivaldi, sonaban maravillosas. Se sumergió en las notas, estrepitosas, vivas, en las agudas y en las graves, en las débiles y en las fuertes, en todas, en todas las notas a un tiempo, a la misma vez que bebía con delirio, dejando que el alcohol entrara y penetrara por todos los rincones de su mente, haciéndola temblar, vibrar y por fin olvidar. Una parte de aquella angustia diaria, se acababa de esfumar para siempre. Solamente le quedaba liberarse del nudo que todavía la mantenía ligada de manos. Porqué los nudos en su corazón hacía años que se habían desprendido. Se dejó llevar por los efectos de la bebida. Se sentía mejor que nunca. Volvió a llenarse la copa, llevaba ya casi media botella y no tenía ninguna intención de parar. Le restaba un último trago, cuando escuchó perfectamente el ruido de la puerta. Juan acababa de llegar, se la encontraría de aquella manera, tanto daba. Se le reiría en la cara, sin esconderse de nada, pues ella si que no tenía nada de lo que esconderse, nada que ocultar.
Casi era incapaz de distinguirlo, todo era borroso, las imágenes saltaban confusas por su cabeza, iban y venían, sin control. Notó como Juan se acercaba, más y más, como estaba a punto de tirarse encima suyo. No se lo permitiría, otra vez no. Estaba a punto de atraparla, cuando una fuerza descomunal, algo difícil de imaginar la hizo resurgir, la obligó a reaccionar. Fue como si por arte de magia el alcohol se hubiera volatilizado de sus venas. Un esfuerzo mental fuera de control, provocó que Juan se detuviera antes de alcanzar su objetivo, incluso le pareció verle en la cara un gesto de terror. Reculó, incrédulo, aquello no se lo esperaba, ¿qué había ocurrido? aquella mujer no era la suya, aquella era otra mujer, diferente, con capacidad, con una fuerza descomunal. Ahora era mucho más fuerte que él, increíblemente más fuerte. Si ella no se dejaba, no le interesaba continuar jugando, se podía ir a la mierda. Hizo un segundo intento, pero la mirada de ella era feroz, era como si hubiera construido un telón impenetrable a su alrededor, un telón de acero que no se podía violar de ninguna manera. ¿Cómo había hecho ese cambio en tan poco tiempo? ¿Cómo lo había conseguido?, parecía imposible. En un ataque de rabia por su impotencia, empezó a insultarla, la intentó intimidar con amenazas pero la mujer se lo miraba impasible con una ligera sonrisa en la boca, una sonrisa de satisfacción, de placer, de victoria, una sonrisa que le devolvía la belleza perdida. Ahora sabía que había ganado, sabía como lo tenía que hacer para ganar tantas veces como se lo propusiera, sólo tenía que creer en ella misma, en su fortaleza, en su persona, era este el principal pilar de su fuerza. Creer. Nunca más sería utilizada, nunca más se sentiría un perro apestado, jamás.

Juan, recogió sus cosas en absoluto silencio, no tenía ninguna intención de dar explicaciones, estaba desconcertado, no se hubiera podido imaginar nunca este cambio en la idiota de su mujer. Ella lo observaba de lejos, a distancia a la misma distancia que el siempre la había querido mantener, apartada de su corazón y de sus sentimientos. De un sólo sorbo apuró las últimas gotas que restaban en la copa. Se sentía plena, con ganas de vivir, de gritar, de disfrutar de su libertad, también de llorar, pues casi no se lo podía creer. Era libre, libre para pensar, para sentir, para hacer y para creer en lo que quisiera creer, era libre para actuar sin que nada ni nadie le indicase hacía donde debía dirigirse o lo que tenía que hacer en todo momento.
- ¡Liiiiiiibre!!!, - gritó emocionada - que palabra más bonita.
Estaba sumida en sus intensas emociones disfrutando de aquella repentina felicidad cuando escuchó la puerta cerrarse de un fuerte golpe, con la brusquedad habitual en aquel desgraciado ser que por fin la abandonaba para siempre.

Ahora todo sería diferente, comenzaba una nueva vida. Continuó enérgica, caminando decidida calle arriba, sabiendo que podía empezar de nuevo, que si se lo proponía podría conseguir aquello que quisiera. Entró en un café a tomar un bocado, los efectos del alcohol habían desaparecido por completo, se sentía famélica, llevaba casi dos días sin ingerir nada sólido. Un camarero muy atractivo, se le acercó para tomarle nota. Lo observó interesada, era más joven que ella, alto, corpulento, de ojos verdes, interesantes, muy interesantes, parecía extranjero, pues su piel y su pelo eran más oscuros, aunque hablaba claro y sin acento. Él también se la miraba interesado, le pareció una mujer preciosa. En un gesto típico masculino, la mirada se le desvió hacia la insinuante abertura de la blusa, percibió la firmeza de aquellos pechos, bien torneados, subió la vista rozándole el cuello, la boca, sensual, con un tono rosado fascinante, la nariz, acabada en punta con carácter, las mejillas, sonrosadas ligeramente por el sol, y por fin los ojos, unos ojos increíbles, los ojos más bonitos que había visto en su vida, unos ojos negros, perfilados, con una fuerza desmedida, que te penetraban tan profundamente que parecía que abrías las puertas del cielo para dejarte acariciar sin miramientos, con total confianza, pues eran aquellos unos ojos valientes, inteligentes, sabios, eran los ojos de la belleza infinita, de la bondad, de la luz, de la fe y de la paz. Si te sumergías en ellos podías sentir todos los placeres del universo, uno a uno o todos a la vez, todo era posible mirando aquellos ojos. Nada ni nadie, nunca podrían velar su mirada, porque era una mirada que podía penetrar en la tuya, porque era la mirada del saber, era la mirada de la verdad. La verdad tan ansiada, tan buscada, ella la había conseguido, había descubierto su verdad, quien era y lo que valía. Ahora podía respirar tranquila, aunque la nostalgia la continuaba atrapando, pues la búsqueda había llegado a su final y ella era una mujer inquieta. Bien valía el esfuerzo realizado.

Pidió al camarero un buen bocadillo, un café y una copa de coñac. No entendía el porqué de repente el coñac le empezaba a gustar, le hacía sentirse tranquila. Abrió el periódico, tenía todo el tiempo del mundo para leérselo, no había prisa. Lo ojeó despacio, recreándose principalmente en los titulares, éstos, para variar, decían lo de siempre, nada había cambiado salvo ella. Comió y consumió su bebida durante largos minutos. Entre bocado y bocado, descubrió al camarero en diversas ocasiones observarla con detenimiento, incluso podría decir que con curiosidad, aquello la satisfizo, se dejó querer...

Al volver la página central, le llamó la atención una pequeña fotografía en la esquina superior izquierda. Era una flor, en concreto una Rosa, preciosa, de color indefinido, la Rosa más maravillosa que jamás hubiera visto.
Sorprendentemente había una nota al pie:
ESTA ROSA ES PARA TI, TE LA HAS GANADO.
Lenvantó la mirada, buscando, no sabía el qué. Parecía que el mensaje era para ella, pero quién se lo había dedicado. Tropezó con los negros ojos de aquel camarero tan especial. Se sonrieron y al mismo tiempo él le hizo un significativo guiño.