La Rosa de la Soberbia



La soberbia nunca baja de donde sube, pero siempre cae de donde subió.
Francisco de Quevedo



Cada vez era peor que el día anterior, la suciedad estaba por todas partes, lo envolvía todo, hasta convertir el lugar en irrespirable, hasta provocar nauseas a todo aquel que se acercaba. Salió por la puerta, aún con la peste enganchada al cuerpo, todavía con el estómago regirado por tanta porquería acomulada. Llegó a su casa y sin dudarlo un segundo se desvistió, el nerviosismo causado se mantenía a flor de piel, por lo que decidió darse un cálido baño, largo y perfumado, que consiguiera arrancarle de encima la pestilencia antes de que se le metiera más adentro, antes de que le pudiese atravesar la piel. Sería horroroso oler así por dentro, sería tan menospreciable que se vería incapaz de salir a la calle o de relacionarse. A él, siempre le había gustado oler bien, oler a limpio, pues él era impecable. Tenía muy claro que nunca más volvería a casa de Rosa y mucho menos a una comida familiar. Corrió al lavabo a preparar la bañera con hidromasaje. Echó a lavar toda la ropa que llevaba con la intención de desinfectarla. Estaba sumergido en aquellas aguas coloreadas por las sales de baño y perfumadas con aromas difícilmente descriptibles, cuando distinguió la sintonía del teléfono entre medio de la estridente música rock que invadía la sala. Maldijo a aquel que lo importunaba en un momento de placer como el que estaba teniendo. Se incorporó para llegar hasta el aparato y con acritud, contestó. Estaba harto de aquella mujer, siempre con las mismas plamplinas, siempre pidiendo explicaciones, siempre persiguiéndolo,... Tenía ganas de sacársela de encima. Le parecía débil, de carácter y de espíritu. Él era un luchador nato, un guerrero sin escrúpulos, no soportaba su delicadeza, ni su bondad, ni su sinceridad, ni su amabilidad, ni tantos y tantos defectos como tenía, que se le acomulaban provocando se tornase irrespirable estar a su lado. Desconectó el móvil y continuó sumergido hasta que notó que la piel se le arrugaba. Se colocó su batín de seda natural, sus zapatillas a conjunto y cambió la música por un disco de heavy. Aquel día se sentía especialmente sucio. Tenía que desprenderse de cualquier olor por insignificante que pareciese. El heavy le ayudaba a hacerlo, le hacía revolcarse en sus más recónditos sentidos. Fue hasta la cocina a calentarse la cena que la criada le debía haber dejado preparada. Dio un pequeño bocado. Probó otro bocado. De repente la rabia se apoderó de él. Comenzó a gritar, despreciando a al inútil de la mujer del servicio, acusándola de no saber ni cocinar ni hacer nada de provecho. Pensó que era una vieja bruja que no tenía donde caer muerta y que él, con su bondad infinita y su buena fe, la soportaba y le daba de comer, trabajando en su casa. Se dio cuenta de que era demasiado bueno con ella, que aquello no podía continuar, pues ya comenzaba a apestar. Tan pronto a la mañana siguiente llegase por la puerta, la despediría. Entoces, se daría cuenta de lo bien que la había tratado. Aún le tendría que agradecer los favores que le había hecho, sobre todo no habiéndola denunciado el día que le desapareció el reloj de oro que había comprado en Londres. Era impensable creer que él lo había podido perder. Nunca perdía nada. Estaba seguro de habérselo dejado sobre el mármol del baño, por mucho que aquella estúpida mujer insistiera que allí no estaba, que se lo debía haber dejado sobre el mármol del baño del Hotel donde se había hospedado la noche anterior. No se tragó aquella patraña, realmente la mujer mentía bien, la reconoció como una gran actriz.
Al día siguiente, cumpliendo con lo que había decidido, despidió a la mujer y llamó a Rosa, tenía muy claras las cuatro cosas que le iba a decir. La citó en la habitación del Hotel donde habitualmente mantenían sus encuentros. No consentía que ninguna mujer ensuciara las sábanas de su casa con sus asquerosas emanaciones. Tan pronto apareció por la puerta, la desnudó, con la agresividad que acostumbraba, tal y como a ella le gustaba, algunas veces, la muy estúpida, gritaba pidiéndole que parase, pero él sabía que en el fondo lo que le estaba pidiendo era todo lo contrario. En cuanto se sintió suficientemente satisfecho, se dio una ducha desinfectante para sacarse cualquier pequeña olor que le hubiera podido contagiar Rosa. Al salir del baño, ella aún estaba sobre la cama, desnuda y perpleja.
Le cogió el móvil y le borró todos sus teléfonos de la agenda, así de éste modo, nunca lo podría localizar. Hizo lo mismo en su propio móvil, borró uno a uno todos los números de teléfono de Rosa. Mientras se colocaba su camisa de seda y su traje de diseño, justo antes de darle la espalda para salir de aquella habitación por última vez, le dijo claramente que nunca más volvería a saber de él, que todo terminaba en aquel preciso instante, que era una desgraciada, muy poca mujer para tanto hombre como era él.

Quedó estirada en la cama, immóvil, incapaz de decir una sola palabra, incapaz de hacer un sólo gesto, incapaz de pensar o de razonar un porqué. Tornó de sus pensamientos al escuchar el violento golpe que dio la puerta al cerrarse. Haciendo un gran esfuerzo se levantó para darse una ducha. No entendía por que motivo ó razón, lo amaba, aún siendo tan grotesco. Cuando salió por la puerta de aquella habitación tenía claro, también, que aquella sería la última vez que lo haría. Dio una nostálgica mirada y continuó su camino, durante el cual tendría que sacarse del pensamiento a Francisco para siempre. Si él no la quería, ella no podía hacer nada por cambiarlo.
Francisco conducía su desportivo a toda velocidad, feliz y contento, por haberse, en un mismo día, desecho de aquellas dos mujeres que apestaban. No era la primera vez que se sentía aliberado. Hacía solamente unos años, justo después de la muerte de sus padres, cuando decidió romper la relación con su único hermano. Aquel imbécil que no paraba nunca de darle estraños consejos sobre los valores de la vida, que no acataría ni el más tarado de la capa de la tierra. Como si él no supiese muy bien lo que tenía que hacer o como se tenía que comportar. Del grupo de incultos de sus escasos amigos, hacía meses que no sabía nada, no tenía noticias. Había llamado un par de veces al burro de Sergio y nunca le contestó.

Era ya noche oscura. Le pareció una buena idea meterse por aquella carretera llena de curvas para poner a prueba sus reflejos. Pensó que antes, estaría bien detenerse para pedirle a alguna de aquellas furcias de carretera que le hiciera un pequeño favor. La chica no estaba nada mal, realmente no hacía tanta peste como Rosa, lo de Rosa era una exageración, insoportable. Arrancó a toda velocidad para encontrar un lugar apartado donde pararse. Apretó a fondo el acelerador para mostrarle a su acompañante con que clase de hombre tendría la oportunidad de disfrutar. La música del compact sonaba estridente en el silencio de la noche. Estaba tan eufórico que le dio por cantar siguiendo el compás de la canción que sonaba en aquel momento. De repente, el absoluto silencio invadió la madrugada de aquel día de octubre.

Abrió los ojos con mucha dificultad, notó que no veía con claridad, como si la inflamación que percibía en la cara no le dejase abrir completamente el ojo derecho. Le dolían todos los huesos, la cabeza y la espalda. Intentaba reaccionar para averiguar donde se encontraba y el porqué de aquel terrible dolor. En aquel preciso instante, intuyó un vestido blanco que le urgaba en su antebrazo. Reconoció a la enfermera. Al ver lo que le estaba haciendo, quiso gritarle advirtiéndole que no se atreviera a tocarlo, pero para su sorpresa solamente pudo emitir un débil quejido, sin carácter ni personalidad ninguna. La mujer, acercó los labios al oído de Francisco para poder escuchar lo que intentaba decir a duras penas. Fue incapaz de repetirlo. La enfermera, con sus años de experiencia percibió la desesperación en los ojos de aquel desvalido. Le comentó que en unos minutos llegaría su Doctora y le explicaría su estado clínico. Tal como le acababa de asegurar la mujer, entró una Doctora, algo entrada en años. Con una gran dulzura le informó con detalle de su situación después del accidente. Le preguntó si podía recordar lo que le había pasado hacía ya dos días. Pero Francisco no recordaba nada, no entendía lo que le estaban intentando decir, quizás lo estuvieran engañando. La Doctora, con toda la delicadeza con la que acostumbraba a tratar a sus pacientes, le explicó que le habían tenido que seccionar una pierna a la altura de la rodilla para poderlo sacar de entre el amasijo de hierros en el que quedó atrapado. Tenía también, varias costillas rotas y le habían tenido que hacer cirurgía en el rostro para salvar le uno de los ojos. Hasta que no pudieran sacarle el vendaje no sabrían si había perdido la vista. La Doctora, acostumbrada a dar éste ipo de noticias, se mostró cautelosa, pero sobre todo delicada, tal y como merecía una situación traumática como aquella. En su conversación, destacó la suerte que había tenido al sobrevivir a un accidente de aquella magnitud, obvió decir que su acompañante no había corrido la misma suerte.

Llevaba postrado en aquel catre sucio y pestilente más de cuatro semanas. Le habían sometido a diversas intervenciones para intentar solucionar los diferentes traumas. Pero existía uno que era imposible de solucionar. Algo que nunca podría recuperar. Le solicitó a una simpática enfermera a quien le daba làstima aquel enfermo, le buscase la agenda de teléfonos en su móvil, para comunicarle a alguien su situación. Desde su ingreso no había recibido ninguna visita, pues no había sabido a quien avisar ni nadie había preguntado por él, es decir, nadie le había echado en falta. Recordaba, un día y otro a Rosa, puede que Rosa, en realidad no hiciese tan mal olor. Cada día que pasaba en aquella cama pensaba en ella e imaginaba como lo habría tratado, como se hubiera ocupado de él en todo momento, como lo habría animado con sus elocuentes palabras que la mayoría de las veces no comprendía, como le habría hecho sentir que valía la pena luchar para continuar viviendo, pues quizás fuese ella msima un motivo para hacerlo. Pero si ella no estaba, para que quería vivir. Solamente aquella amable enfermera que lo atendía en todo momento, le hacía resistirse a abandonarse.

Con tantas horas de ocio como disponía, se puso a revisar su pasado, rememorando las personas de su entorno, era curioso, ahora a tanta distancia, cuando se los imaginaba no percibía aquel mal olor, aquella peste de otros tiempos. En cambio, le extrañaba, pues esa olor insoportable la tenía todo el día metida en la nariz, como si se resistiese a desaparecer. La olía por todas partes en aquel hospital, algo sorprendente. Lo más curioso era, que hacía ya unos días, que también la notaba cuando estaba solo en su habitación. Se extrañó, en especial aquel día, pues la única persona que había era él y además hacía horas que nadie había entrado en la habitación, por tanto nadie podía haber dejado aquel rastro tan penetrante y duradero. Hizo un esfuerzo para aproximarse a su propio cuerpo, para olerse a si mismo. Se quedó anonadado, aquel olor, esa peste tan penetrante..., aquellas emanaciones en otros tiempos insoportables, venían de su cuerpo, eran efluvios de su interior. No se lo podía creer, era él quien apestaba. Se concentró un poco más para asegurarse. Ciertamente, no había lugar a la duda, era él.

Transcurrían los días y cada nuevo día pensaba en ella y en su perfume. No tenía posibilidad de decirle lo que le había ocurrido, no tenía modo de localizarla. Nunca podría sincerarse con ella y decirle que en realidad su olor le gustaba, que no podía vivir sin percibir su aroma, su maravilloso perfume. La amargura le embargaba al pensar que nunca podría voler a oler aquel perfume de Rosas, pues el aroma de Rosas en su piel era el más intenso que nunca hubiera olido.
Sólo le quedaba un consuelo. Cada nuevo día que superaba podía percibir aquel mismo perfume, pero esta vez fluía de su piel.