La Rosa de la Venganza




Yo no hablo de venganzas ni perdones, el olvido es la única venganza y el único perdón.
Jorge Luis Borges



Cada vez que le apetecía, cada vez que tenía ganas, ni se lo pensaba dos veces, subía a la furgoneta y aceleraba tanto como su instinto se lo pedía. Circulaba por la izquierda en una camioneta vieja y destartalada. Era un sinvergüenza, un cara dura. Cuando salía del trabajo, se dirigía casi siempre a ver a aquella “chati”, como él la llamaba. Una calienta braguetas, de las buenas. Se encontraron en aquella esquina, en una revuelta a la salida del pueblo. Para su sorpresa, aquel día su comportamiento fue diferente, no subió al vehículo como solía, enseñando más de un palmo de pierna, haciendo un gesto de reojo para comprobar como tanto los viejos como los jóvenes la observaban deleitándose con sus caderas, casi perfectas. Realmente, era guapa, cabello negro, largo, hasta debajo de los hombros, liso y brillante. Las piernas largas, bien formadas, de cintura pequeña y pechos prominentes. Unos ojos negros y una boca carnosa, muy sensual. Hoy, tampoco se besaron como acostumbraban, retozando con lujuria. Se la miró, con excesiva sensualidad, hizo el gesto de tocarle un pecho, que ella sutilmente rechazó. Se acercó bruscamente para lamer su pezón a la vista de todos, pero Petunia volvió a rechazarle con disimulado desprecio. Se sorprendió, no estaba acostumbrado a aquella actitud. Su entrepierna le aprisionaba. Estaba totalmente empalmado, como a ella le gustaba y la tonta iba con miramientos. Aceleró el motor y salió disparado, dedicando una amplia sonrisa a los morbosos viandantes que los contemplaban alucinados.
Mientras conducía rápido a su destino, le cogió la mano para que ella le frotara la bragueta y notara como su poderoso miembro la perseguía desenfrenado. Atravesaron el largo camino sin asfaltar que los llevaba al barracón donde solían saciar su calentura. Con un brusco giro de volante, aparcó el coche, dejándolo atravesado en medio del camino.

- Si dejas así el coche, Alfredo no podrá pasar, - le advirtió ella, sin mostrar demasiado interés.
Jaime, se rió a gusto, con el aire chulesco que le caracterizaba.
- Pues que espere a que acabemos. Esto es más urgente. – Fue taxativo, iba tan caliente que el dolor se hacía insoportable.

Bajó con rapidez del auto, dio la vuelta para abrirle la puerta, antes de que ella lo hiciera. En un arranque de desesperación, le arrancó violentamente las bragas. Petunia le reprochó con fastidio lo que acababa de hacer. Él, ignorándola, le separó las piernas bruscamente para poner su mano en la entrepierna. La chica reaccionó dándole un fuerte empujón, para apartarlo y bajarse del coche. Jaime pensó que se estaba comportando de una forma muy extraña. Interpretó que quizás lo que quería era “guerra”. Le resultó tremendamente interesante la propuesta. El morbo que le causaba la violencia se apoderó de él. Sonrió, malicioso.
- Ya entiendo lo que te gusta, - le dijo en un susurro que aterró a su pareja. La sujetó rápidamente por detrás, impidiéndole cualquier movimiento de manos o brazos y la condujo hacia el interior de la casucha con decisión. La lanzó con fuerza sobre el colchón sucio y pestilente, sin miramientos, como un poseso.
Ella, evidentemente aturdida seguía sin participar en el malévolo juego. No estaba dispuesta a hacerlo. Jaime no había entendido nada.
Pensó en el extraño comportamiento de Petunia, pero la propia obsesión por consumar el acto no le permitió ver más allá, ni pensar con claridad, solamente tenía un objetivo y no pensaba renunciar por nada ni por muy extraño que resultara todo. Dejó entonces de preguntarse cual podría ser el motivo de aquel desprecio por parte de Petunia, su amante más felina.
Estaba en pleno calentamiento, cuando les sorprendió el brusco ruido de la bocina. El sonido se tornó insistente.
Petunia, en un alarde de valentía, le advirtió:
- Te lo dije, debe de ser Alfredo, no puede pasar con su coche. – Respiró aliviada al ver que finalmente interrumpían lo que parecía inevitable.
- Que se espere, cojones, no puedo ir ahora, - se mostró terriblemente enfadado por la inoportuna interrupción.

La tenía fuertemente cogida sin ninguna intención de dejarla ir, ni siquiera para hacer un inciso. El sonido del claxon volvió a insistir. De repente absoluto silencio. Tornó rápido a su objetivo. Al poco otra vez el cláxon. Viendo que no había manera de dejarlo tranquilo, finalmente se levantó muy exaltado, los improperios manaban por su boca como un ligero fluido pestilente. Se volvió a poner los calzoncillos con la intención de decirle cuatro cosas al imbécil ese de Alfredo. Salió al exterior encontrándose con una sorpresa. No era Alfredo quien le esperaba impaciente sentado en el coche, si no Rosa, su mujer. No se lo podía creer. ¿Cómo lo había localizado...? ¿Cómo sabía que estaba allí? y ¿Cómo podía ser que esperase, allí sentada, dentro del coche, qué quería? De repente su ira se convirtió en desesperación, todo estaba ya perdido, no había excusa posible, como otras tantas veces. Estaba vez tenía mala pinta. Su dinero, todos sus caprichos, se esfumarían en pocos segundos. Qué excusa poner. Como convencerla para el perdón. Sus piernas flaquearon, su voz se quebró y volvió ronca. En un gesto indeciso, atinó a saludarla, al tiempo que ella bajaba del coche. Se dirigía hacía él decidida. Jaime intentaba disimular su balbuceo. Era tanto el empuje que llevaba que se asustó por un momento, no tenía ni idea de qué podría ser capaz.

- ¿Qué haces aquí, qué quieres...? – le preguntó realmente nervioso.
- De ti nada, - contestó con absoluta serenidad sin tan siquiera mirarle a la cara.

Dudó por unos instantes en acercarse, pero Rosa miraba a sus espaldas, a la puerta del barracón, no a él. En el friso de la entrada, la esperaba con una amplia sonrisa en la cara, Petunia. Todavía estaba medio desnuda, no se había acabado de poner toda la ropa que arrugada, asía en sus manos. Le costó poco darse cuenta de que las dos mujeres se conocían. Rosa, caminó con paso firme hacia la puerta, cogió por la cintura a Petunia y la besó en los labios, parecía ciertamente un beso de amor, un beso de verdad, largo y profundo, pleno de esencia.
Jaime no salía de su sorpresa, no lo podía creer. ¿Cómo aquellas dos mujeres se conocían y encima se besaban de aquella manera, delante de él, como sí fueran intimas? Petunia lo invitó a entrar, con un gesto irreconocible en su rostro. Miró a Rosa, en ella parecía no existir un ápice de rencor. Quizás todo fuera una alucinación de su mente, quizás todo aquello no estuviera ocurriendo en realidad. Volvió en si, cuando notó el roce de los dedos de su mujer, resbalando por sus nalgas, lo que provocaron que su poderoso y inagotable miembro, volviera a erguirse ávido de placer con sólo imaginarse participando en aquella bacanal que se intuía.
Las mujeres se cogieron de las manos, con un deseo desesperado en sus miradas, con una fogosidad nunca vista. Se tumbaron sobre la cama, con delicadeza. Mientras le observaban de reojo, se besaban ardientes, recorriendo lentamente los diferentes rincones de sus torneados cuerpos, con los labios y con las manos, mientras él se las miraba extasiado, muy caliente, tan caliente que poco le faltaba para estallar.
Cuando le pareció que había llegado el momento de participar, se acercó, lentamente, como un felino cuando se dispone a atrapar a su presa. Entonces, inesperadamente, ellas se pararon para mirárselo a los ojos, directa y fijamente a los ojos. Decididas, sin titubeos, sincronizadas, exclamaron:
- No te queremos Jaime, no queremos saber nada de ti, vete y no vuelvas nunca más. Olvídanos, - fueron taxativas, no había lugar a la réplica. Fue Rosa, quien se encaró, con el apoyo de Petunia.

No se podía creer lo que le estaban diciendo. ¿Cómo se atrevían a rechazarlo? Ninguna mujer en la capa de la tierra, se había atrevido nunca a hacerlo, que se habían creído aquellas dos furcias. Empezó a reír, pensaba que le estaban tomando el pelo, que sólo se trata de una estúpida broma. Pero pronto se dio cuenta de su error. Distinguió en sus miradas, odio, desprecio por su persona y por aquello que había sido. Un hombre vacío, que no conocía lo que era el amor, ni el respeto, ni la ternura, ni el cariño, ni tantos y tantos sentimientos posibles, que se pueden dar a una persona. Solamente sexo y más sexo, placer por el simple hecho de satisfacer su instinto más básico. Tanto daba el mal que pudiera hacerle al otro, eso no era relevante, una minucia comparado con el placer de su orgasmo. Un placer que le hacía volar, sentirse el más grande, el más poderoso. No todas las mujeres le entendían, pensó que estas dos si, que le habían comprendido y que estaban dispuestas a gozar con él, con su poderío y atractivo irrechazable. Ahora sabía que estaba equivocado que aquello iba en serio, mucho más serio de lo que se pudiera imaginar.

En cuanto reaccionó, Rosa y Petunia le confesaron que estaban enamoradas, que se querían y que él no les interesaba para nada. Que no había nada que hacer. Era inútil insistir, el amor había sido más fuerte que cualquier otro sentimiento. Habían tenido la suerte de compartir algo agotado y caduco, que no era ni más ni menos que su pene. Compartían un miembro eréctil, no una persona, un hombre, pues como hombre no le conocían.

Sin todavía creérselo del todo, les preguntó porqué le habían hecho aquella encerrona. Estaba claro, sólo querían pagarle con la misma moneda, con el mismo comportamiento que él había tenido con ellas siempre. La indiferencia por sus sentimientos. Venganza quizás… quizás se pudiera llamar así.

Las dos mujeres se disponían, listas para marchar cuando Alfredo los interrumpió en plena conversación.
- Tenéis las maletas en el coche, - les indicó muy serio.
- Ya vamos, - aseguró Petunia, con un porte de altivez, recientemente recuperado.

Jaime se quedó alucinado, Alfredo también estaba al corriente de todo. Que sinvergüenza, - pensó herido en lo más profundo, más por el ridículo que por otra cosa, pues el único que no se había percatado de nada había sido él, como un ignorante, como un auténtico burro.

Observó desde la puerta como subían al coche de Rosa. Petunia de lejos le gritó exhultante de belleza:
- Yo he encontrado mi Rosa, porque esta Rosa es para mí, no para tí, - sonrió feliz.
Alfredo por su parte, subió al todo terreno. Antes de acelerar, también se dirigió a Jaime:
- Para ti, desgraciadamente, no hay ninguna Rosa. Las Rosas son para los sentimientos y de eso tu no tienes ni idea. – Y se marchó decidido.